Y la madre…, la tuya, la mía. ¿Qué
palabras dulces como la miel y tiernas como el pan recién cocido podremos
buscar ahora? Su nombre es la primera palabra que los hombres aprendemos en
todas las lenguas del mundo. Tal vez por eso mismo la repitamos siempre que el
dolor nos aprieta la carne y estremece nuestros huesos, o cuando tenemos una
pena tan honda que apenas podemos contarla.
Sí -tú y yo lo sabemos bien-, es muy
difícil hablar de ella. Quererla es más sencillo. Como la quiso una niña
japonesa de quien te habla un español que vivió en las lejanas islas donde nace
el sol:
“Mucho tiempo ha, vivían dos jóvenes
esposos en un lugar muy apartado y rústico. Tenían una hija, y ambos la amaban
de todo corazón. No diré los nombres de marido y mujer, ya que cayeron en olvido;
pero diré que el sitio en que vivían se llamaba Matsuyama, en la provincia de
Echigo.
Hubo de acontecer, cuando la niña era
aún muy pequeñita, que el padre se vio obligado a ir a la gran ciudad, capital
del Imperio. Como era tan lejos, ni la madre ni la niña podían acompañarle, y
él se fue sólo, despidiéndose de ellas y prometiendo traerles, a la vuelta, muy
lindos regalos.
La madre no había ido nunca más allá
de la cercana aldea, y así, no podía desechar cierto temor al considerar que su
marido emprendía tan largo viaje; pero al mismo tiempo sentía orgullosa
satisfacción de que fuese él, por todos aquellos contornos, el primer hombre
que iba a la rica ciudad, donde el rey y los magnates habitaban, y donde había
que ver tantos primores y maravillas.
En fin, cuando supo la mujer que
volvía su marido, vistió a la niña de gala, lo mejor que pudo, y ella se vistió
un precioso traje azul, que sabía que a él le gustaba en extremo.
No atino a encarecer el contento de
esta buena mujer cuando vio al marido volver a casa sano y salvo. La chiquitina
daba palmadas y sonreía con deleite al ver los juguetes que su padre le trajo.
Y él no se hartaba de contar cosas extraordinarias que había visto durante la
peregrinación y en la capital misma.
-A ti – dijo a su mujer – te he traído
un objeto de extraño mérito; se llama espejo. ¡Míralo y dime qué ves dentro!
Le dio entonces una cajita chata, de
madera blanca, donde, cuando la abrió ella, encontró un disco de metal. Por un
lado era blanco, como plata mate, con adornos en realce de pájaros y flores, y
por el otro brillante y pulido como cristal. Allí miró la joven esposa con
placer y asombro, porque desde su profundidad vio que la miraba, con labios
entreabiertos y ojos animados, un rostro que alegre sonreía.
-¿Qué ves? – preguntó el marido,
encantado del pasmo de ella y muy ufano de mostrar que había aprendido algo
durante su ausencia.
-Veo una linda moza, que me mira y que
mueve los labios como si hablase, y que lleva, ¡caso extraño!, un vestido azul,
exactamente como el mío.
-Tonta, es tu propia cara lo que ves
-le replicó el marido, muy satisfecho de saber algo que la mujer no sabía-. Ese
redondel de metal se llama espejo. En la ciudad, cada persona tiene uno, por
más que nosotros, aquí en el campo, no los hayamos visto hasta ahora.
Encantada la mujer con el presente,
pasó algunos días mirándose a cada momento, porque, como ya dije, era la
primera vez que había visto un espejo y, por consiguiente, la imagen de su
linda cara. Consideró, con todo, que tan prodigiosa alhaja tenía sobrado precio
para usarla de diario, y la guardó en su cajita y la ocultó con cuidado entre
sus más estimados tesoros.
Pasaron años y marido y mujer vivían
aún muy dichosos. El hechizo de su vida era la niña, que iba creciendo y era el
vivo retrato de su madre, y tan cariñosa y buena, que todos la amaban. Pensando
la madre en su propia pasajera vanidad, al verse tan bonita, conservó escondido
el espejo, recelando que su uso pudiera engreír a la niña. Como no hablaba
nunca del espejo, el padre lo olvidó del todo. De esta suerte se crió la muchacha
tan sencilla y candorosa como había sido su madre, ignorando su propia hermosura
y que la reflejaba el espejo.
Pero llegó un día en que sobrevino
tremendo infortunio para esta familia, hasta entonces tan dichosa. La excelente
y amorosa madre cayó enferma, y, aunque la hija la cuidó con tierno afecto y
solícito desvelo, se fue empeorando cada vez más, hasta que no quedó esperanza,
sino la muerte.
Cuando conoció ella que pronto debía
abandonar a su marido, y a su hija, se puso muy triste, afligiéndose por los
que dejaba en la tierra, y, sobre todo, por la niña.
La llamó, pues, y le dijo:
-Querida hija mía, ya ves que estoy
muy enferma y que pronto voy a morir y a dejaros solos a ti y a tu amado padre.
Cuando yo desaparezca, prométeme que mirarás en el espejo, todos los días, al
despertar y al acostarte. En él me verás y conocerás que estoy siempre velando
por ti.
Dichas estas palabras, le mostró el
sitio donde estaba oculto el espejo. La niña prometió con lágrimas lo que su
madre pedía, y ésta, tranquila y resignada expiró a poco.
En adelante, la obediente y virtuosa
niña jamás olvidó el precepto materno y cada mañana y cada tarde tomaba el
espejo del lugar en que estaba oculto y miraba en él por largo rato e
intensamente. Allí veía la cara de su querida madre, brillante y sonriente. No
estaba pálida y enferma como en sus últimos días, sino hermosa y joven. A ella
confiaba de noche sus disgustos y penas del día, y en ella, al despertar,
buscaba aliento y cariño para cumplir con sus deberes.
De esta manera vivió la niña como
vigilada por su madre, procurando complacerla en todo, como cuando vivía, y
cuidando siempre de no hacer cosa alguna que pudiera afligirla o enojarla. Su
más puro contento era mirar en el espejo y poder decir:
-Madre, hoy he sido como tú quieres
que yo sea.
Advirtió el padre, al cabo, que la
niña miraba, sin falta, en el espejo cada mañana y cada noche, y parecía que
conversaba con él. Entonces le preguntó la causa de tan extraña conducta.
La niña contestó:
-Padre, yo miro todos los días en el
espejo para ver a mi madre y hablar con ella.
Le refirió, además, el deseo de su
madre moribunda y que ella no había dejado de cumplirlo.
Enternecido por tanta sencillez y tan
fiel y amorosa obediencia, vertió lágrimas de piedad y afecto, y nunca tuvo
corazón para descubrir a su hija que la imagen que veía en el espejo era el
trasunto de su propia dulce figura, que el poderoso y blando lazo del amor
filial hacía cada vez más semejante a la de su difunta madre.”
(JUAN VALERA: El espejo de Matsuyama.)
Eugenio de Bustos: Vela y Ancla, 10ª Edición, agosto, 1966. 1º de Bachillerato.
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