La
escuela (I)
Manuel me ha recordado a mis amigos primeros, los que conmigo jugaban cuando era niño. Luego, con la vida, van cambiando, pero seguimos recordándolos siempre, aunque se olviden sus nombres. Tú también tendrás tus amigos, y me imagino que muchos de ellos los habrás conocido en la escuela, en el colegio, como me sucedió a mí, como le ha ocurrido a casi todos los hombres.
Instituto,
Escuela, Colegio… son palabras como espadas: brillan al sol de la victoria o
hieren de tristeza. Antonio Machado, profesor de lenguas vivas, vio las aulas
(entre sombras de recuerdo) cargadas de mansa y recogida nostalgia:
<<Una tarde
parda y fría
De invierno. Los
colegiales
Estudian. Monotonía
de lluvia tras los
cristales.
En la clase, en un
cartel
se representa a Caín
fugitivo y muerto
Abel
junto a una mancha
carmín.
Con timbre sonoro y
hueco
truena el maestro, un
anciano
mal vestido, enjuto y
seco,
que lleva un libro en
la mano.
Y todo un coro
infantil
va cantando la
lección:
“Mil veces mil un
millón.”
Una tarde parda y
fría
de invierno. Los
colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los
cristales.>>
(Antonio Machado: Soledades
<<Recuerdo
infantil>>.)
Yo
ignoro cómo será – aunque sé cómo me gustaría que fuese – tu escuela. De mí
puedo decirte que aprendí las primeras cosas con unas monjitas de dulce mirar y
tocas muy grandes y muy blancas (siempre pensé que llevaban un cisne con las
alas desplegadas sobre la cabeza) y que después fu al Instituto… Pero, dejemos
que nos cuente Miguel de Unamuno, vasco enamorado de España, cómo era su
colegio:
<<El colegio al que me llevaron, no bien había dejado las sayas, era uno de los más famosos de la villa. Era colegio y no escuela –no vale confundirlos-, porque las escuelas eran las de balde, las de la villa, por ejemplo, a donde concurrían los chicos de la calle, los que escapaban a nadar en los Caños, los que nos motejaban de farolines y llamaban padre y madre a los suyos, y no como nosotros: papá y mamá.
Fue
mi primer maestro, mi maestro de primeras letras, un viejecillo que olía a
incienso y alcanfor, cubierto con gorrilla de borla que le colgaba a un lado de
la cabeza, narigudo, con largo levitón de grandes bolsillos – el tamaño de los
bolsillos da autoridad -, algodón en los oídos y armado de una larga caña, que
le valió el sobrenombre de “el pavero”. Los pavos éramos nosotros,
naturalmente, ¡Y tan pavos!...
Repartía
cañazos, en sus momentos de justicia, que era una bendición. En un rinconcito
de un cuarto oscuro, donde no les diera la luz, tenía la gran colección de
cañas, bien secas, curadas y mondas. Cuando se atufaba, cerraba los ojos para
ser más justiciero, y cañazo por acá, cañazo por allá, a frente, a diestro y siniestro,
al que le cogía, y luego la paz con todos. Y era ello una verdadera fiesta,
porque entonces nos apresurábamos todos a refugiarnos del cañazo metiéndonos
debajo de los bancos.
Esto
era para el juicio general o colectivo; mas para el juicio individual, para las
grandes faltas y para los grandullones tenía guardado un junquillo de Indias,
no hueco como la caña, sino bien macizo, y que se cimbreaba de lo lindo cuando
sacudía el polvo a un delincuente.
¡Qué
cosa más augusta era un castigo público! Nunca me olvidaré del que sufrió Ene.
Ello
fue que una mañana llegó acongojada su madre, diciéndole al maestro que el
chico era de la mismísima piel del diablo, incorregible, completamente
incorregible; que todo se le volvía hacer rabietas, tomar corajinas y pegar a
la criada; que ella, su madre, estaba harta de mandarle a la cama sin cenar;
que no cedía ni por éstas, y, finalmente, que la noche anterior le había tirado
a ella, a su madre, un plato. Y aunque de esto otro que voy a decir no me
acuerdo, supongo que añadiría que con el padre no había que contar, pues con
eso de tener que ir a su oficina, se sacudía del cuidado de corregir al chico,
y luego era un padrazo y lo encontraba todo bien, y más de una vez había dado
la razón al muchacho. Esto no lo recuerdo, repito, sino que lo añado; pero a
todo historiador debe serle permitido colmar las lagunas de la tradición
histórica con suposiciones legítimas, fundadas en las leyes de la
verosimilitud.
Y
la madre acabaría con unas palabras por el estilo de éstas: “Yo no sé, no sé
adónde va a ir a parar; pero de seguro no a buen sitio…; este chico, si no se
corrige, acabará en presidio.” Esto dicho delante del chico y para que este lo
oyera. Y el chico, en tanto, mirando al suelo y con las manos en los bolsillos,
para tenerlas más calientes y más seguras.
El
maestro se encargó del escarmiento.
Me
acuerdo de esto como si fuese cosa de ayer mañana. Se dio fin a las tareas un
poco antes, se rezó el rosario a carga cerrada, porque todos barruntábamos
desusada solemnidad, y muy pronto nos hallamos en la clase de los chiquitos y
sentados en largos bancos. El maestro se sentó bajo las bolas ensartadas en
varillas de alambre que sirven para aprender a contar. No se oía una mosca.
Cuando llamo el maestro al delincuente, teníamos todos el alma colgando de un
hilo. Ene se adelantó hosco, pero sin derramar una lágrima, atravesando el
flecheo de las miradas todas. El maestro nos lo mostró y pronunció, más que
dijo, unas palabras que nos llegaron al corazón porque en estos momentos
solemnes en la vida de los hombres y de los pueblos las palabras se pronuncian,
no se dicen. ¡Ahí es nada faltar así a su madre! ¡Y a su propia madre tirarle
un plato! Algunos lloraban con un nudo en la garganta; a otros el nudo les
impedía llorar. Enseguida le hizo inclinarse y reclinar la cabeza en su regazo,
el del maestro; mandó traer una alpargata y nos ordenó que uno por uno fuéramos
desfilando y dándole un alpargatazo en el trasero. Y fuimos desfilando los
verdugos y cumpliendo el mandato. Algunos, ¡oh, ligereza!, se reían: pero los
más, graves como reclutas que se ven obligados a fusilar a un compañero. Era,
al fin, un semejante, y todos sentíamos que aunque se debía odiar el pecado, el
pecador no merece sino compasión. Hubo amigo del condenado que, pretextando una
necesidad urgente e ineludible, huyó a refugiarse, como en un asilo, en el
excusado, por no llenar la cruel consigna, y hubo también un tal Ese que le dio
el alpargatazo con toda su alma y cerrando bien la boca al dárselo. Y esto nos
indignó, porque era una venganza, una cochina venganza, y es infame convertir
en venganza el castigo. El supliciado se diría, de seguro, viéndole por entre
las piernas: “¡Ya caerás!” Y así fue, que bien lo pagó más tarde, pues no hay
plazo que no llegue ni deuda que no se cumpla. Cuando el castigado levantó la
cara, colorada de haber estado donde estuvo, exclamó el maestro, compungido:
“¿Veis? ¡Ni una lágrima! ¡Ni una señal de pesar! Este chico es de estuco.” Y Ene
se fue como había venido, con los ojos secos.
Decididamente,
los castigos ejemplares son los que menos sirven de ejemplo, por lo que tienen
de teatro.
El
colegio estaba en un antiguo caserón, hoy derruido para edificar una nueva casa
sobre su solar, al concluir una vieja escalera que daba a un patio pequeño,
escalera de tramos desgastados y carcomidos y de anchas barandas lustrosas y
renegridas por el roe de las manos y de las piernas. Porque era una delicia
bajar la escalera o a pie y escalón tras escalón, sino montando en la baranda,
dejándose deslizar, sin pisar los escalones.
Era
el tal colegio una gran bohardilla, con salidas a los tejados y una ancha
estancia atravesada, a modo de columna cuadrada, por una chimenea. Había una
campanilla de cordel para que llamaran los sirvientes y criados al ir a
buscarnos y para que arrancáramos y para que arrancáramos o cortáramos el
cordel de vez en cuando.
Aprendimos
allí muchas cosas, pero muchas… Entre ellas, urbanidad. Al entrar, lo primero
era detenerse en la puerta, y agarrando a sus dos bordes con sendas manos,
soltar el saludo: “¡Buenos días tenga usted!” “¿Cómo está usted?” Esto canturreándolo,
acentuando mucho y alargando la última e, y allí quieto, hasta recibir, en
cambio, el “Bien, ¿y usted?, a lo cual se decía: “¡Bien para servir a usted!” Y
se podía ya pasar. Este saludo tradicional evolucionó poco a poco, como lo
litúrgico y lo no litúrgico, hasta convertirse en un rápido y enérgico silabeo
que sonaba algo así como: ¡tas, tas, tas, tas, tas tausté!
Había
días de visitas, en los cuales salía el pasante y nos quedábamos esperándole.
Tomaba fuera un sombrero, volvía, llamaba a la puerta, iba el maestro a
abrirle, y apenas entraba, convertido en visita, con su correspondiente sobrero
en la mano, os poníamos todos de pie y a una voz le espetábamos el saludo. Con
una señal de la mano nos invitaba a que nos sentásemos y seguía la visita con
una gravedad admirable.
¿Y
cuando la visita era de verdad…, cuando venía alguien de veras a visitar la
escuela? Entonces el maestro exhibía, como a un bicho raro, a Vicente, uno de
sus favoritos, que comía acíbar, extraño fenómeno, caso admirable. Y o era la
única particularidad del tal Vicente, sino que además se le había dislocado el
brazo por el hombro tres o cuatro veces y él como si tal cosa. No sé que
relación guardaría lo de gustarle el acíbar con lo de tener tan dislocable el
hombro, pero alguna debería ser.
Cuando
concluía la clase se ahogaba el orden impuesto en una vocinglería fresca que
resonaba vibrante por entre el polvo de la bohardilla. Las voces recobraban
libertad. Levantábase una nube de polvo, gritábamos hasta desgañitarnos,
tomábamos por asalto al pobre viejecillo, desarmado ya de su caña; algún
pequeñuelo trepaba a él, le buscaba granos de alcanfor o paciencias en los
bolsillos, guarecíase otro bajo los amplios faldones de su enorme levitón,
mientras cantaban: “Don Higinio… patrocinio… de las almas… que se acogen… a
vuestro paternal amor.” Quedaba el pobre viejecillo convertido en un racimo de
chicuelos frescos y vivos, oreándose con el aliento de la niñez. Él me enseñó
los puntos cardinales y a orientarme por el mundo, cuando nos preguntaba: “¿Por
donde sale el sol?”, y nosotros “¡por allá!”, y luego poniendo aquel punto a
nuestra derecha y poniéndonos cara al Norte, exclamábamos, señalándonos con el
brazo: “¡Norte!, ¡Sur!, ¡Este!, ¡Oeste!” Él me enseñó las primeras lágrimas del
arte; bajo su mano rompió mi mano a trazar aquellos palotes de que vienen estas
letras; en aquel colegio me abrí a la vida social.
Viejo,
chocho ya, vivía en la aldea de su última mujer -él había venido de una
provincia lejana -; un antiguo discípulo suyo le visitó poco antes de él
morirse, le vio él, viejecillo, le reconoció ¡entre tantos como habíamos pasado
bajo su caña!, le puso la mano sobre la cabeza al modo de los antiguos
patriarcas bíblicos, y tal vez recordando algún grabado de libros de lectura,
le dio luego un beso, buscó en el bolsillo una paciencia y lloró, el pobre,
recordando aquel polvoriento bohardillón, resonante con la bullanga infantil,
donde tantas veces había aligerado el peso de sus años el de los chicuelos
colgados de sus rodillas, cobijados bajo su levita. Medio Bilbao de entonces
pasó su niñez bajo la caña de don Higinio, y Dios no dio a éste hijos de
ninguna de sus mujeres. ¡Bendita sea su memoria! >>
(MIGUEL DE UNAMUNO: Recuerdos de niñez y mocedad, cap.II)
Eugenio
de Bustos: Vela y Ancla, 10ª Edición, agosto, 1966. 1º de Bachillerato.
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